Pues sí, no hace falta irse muy lejos para andar cerca de las nubes. En Andalucía tenemos ese privilegio, los 3482 m del Mulhacén (máxima cumbre peninsular, ya se sabe que para cima más alta en España por ahí anda el Teide) los tenemos muy a mano pero claro, hay que subir y subir, el ascenso no te lo regalan. Este verano me uní a mi hermana Laura y mi “presunto” cuñado Carlos para afrontar algunos retos montañeros, así que nos escapamos a las Alpujarras para acercarnos lo más posible a esas míticas sierras nevadenses. Previo paso obligado por el Decathlon para hacernos con algún material iniciamos esta andadura que comenzó en Trevélez, conocido como el pueblo más alto de España (1476 m). El 23 de agosto aparecimos por allí tras superar cientos de curvas y después de reponernos con un plato alpujarreño (colesterol a tope) y la necesaria siesta, caminamos un par de horas por el río homónimo para probar nuestras adquisiciones, estirar las piernas y afrontar con esperanzas de éxito la excursión del día siguiente, verdadero plato fuerte del viaje.
Así, amaneció la mañana del 24 de agosto, nuestro particular día D. A las 8:00 horas ya estábamos desayunando tostadas con jamón y sobre las 8:45 horas iniciamos la marcha camino de Siete Lagunas, mítico paraje entre las cumbres del Mulhacén y la Alcazaba, situadas entre los 2900 m y los 3100 m de altitud. Nada más salir del pueblo, ¡zas!, aquello empezaba a empinarse y a trazar algunas curvas a derecha e izquierda que te dejaban sin aliento pero no lo suficiente para senderistas bien pertrechados como nosotros (reconozco que es la vez que he usado material más apropiado para estos menesteres). Pronto empezó a alisarse el camino y a trazar una suave subida. Caminábamos y caminábamos, el sol aun no calentaba demasiado pero el día se adivinaba soleado y totalmente despejado (bueno, para eso habíamos consultado el pronóstico del tiempo...). Tras pasar un cortijo que se llama de Piedra Redonda, el camino giró a la izquierda y vaya con la subida, un zigzag continuo por una loma (Tajo de Piedra Redonda creo que se llama) que te obligaba a respirar profundamente, apretar los dientes y no mirar para arriba para no desanimarte. Recuerdo que venía un caballo con su jinete y sólo lo veíamos a él, el caballo nos quedaba oculto por el ángulo de visión (luego lo dejamos pasar, no era plan de discutir sobre la preferencia de paso). Tras un buen rato, largo rato, aquello empezó a atemperarse y a discurrir el camino junto a una acequia, con lo cual la pendiente disminuyó. ¡Quía! como diría Azarías a su milana bonita, de pronto el sendero se empinaba de nuevo y trazaba vueltas y revueltas atravesando un bosquecillo de repoblación, parecía que nunca se acabaría (creo que esa zona se llama Cresta de los Posteros). Miraba a Laura y Carlos, ¿resistirán? me preguntaba. Ambos habían estado entrenándose en agosto y en mi caso me había ejercitado corriendo y nadando cuando podía durante el verano pero cuando vas cargado con una mochila, el sol inclemente te calienta las pantorrillas y la nuca y ves lo que queda, ufff, tienes que ser mentalmente fuerte para no desistir. Y aguantaron el tirón, ya lo creo, mi hermano Javi decía que si me iba a cargar a la chavalería, pero los chavales, ella y él, afrontaron estoicamente la “subidita”. El bosquecillo se acabó y llegamos a un sitio que se llama la Campiñuela, muy bonito, con prados, una era para sentarse y una cabaña derruida ideal para “esconderse” y, en fin, afrontar otras necesidades. Un cartelito indicaba que Trevélez quedaba a 6 km de distancia y otro que eran 2 horas andando (de bajada). A lo lejos se vislumbraba nuestro destino, las llamadas Chorreras Negras, unas cascadas por donde desagua la más baja de las lagunas (laguna Hondera, 2900 m de altitud). Quedaba un tirón hasta allí; el paisaje era impresionante, las montañas nos rodeaban, a lo lejos destacaban los neveros que resistían al sol del verano y los picos lejanos del Mulhacén y la Alcazaba. Tras reponer fuerzas, reanudamos la marcha bordeando continuamente la llamada Loma del Mulhacén y cruzando arroyos de montaña con el agua límpida y helada. Alcanzamos por fin el río Culo de Perro (literal, así se llama), lo cruzamos y seguimos subiendo de forma continua hasta llegar a la base de las cascadas. Antes de llegar había un camino para dar un rodeo y no tener que subir a pelo pero desechamos dar más vueltas y nos cargamos de valor, así que siguiendo otras huellas y montoncitos de piedra que dejan otros montañeros afrontamos subir directamente por la zona de caída del agua de las cascadas. Agarrándonos cuando hacía falta a las rocas, mirando el suelo y poco a poco (Laura metió el pie en un charco y el barro le superó el tobillo, menos mal que la bota siguió pegada a su pie), fuimos subiendo y cuando vine a darme cuenta ya estaba observando, maravillado, la primera de las lagunas y el circo glaciar, la cañada, que se abría ante nosotros. Cambié la gorra por un gorro de lana y me enfundé un forro polar, soplaba el viento, frío y cortante. El agua cristalina de la laguna Hondera reflejaba las montañas; nos acercamos a la segunda laguna (más arriba) e hicimos una parada para el almuerzo y descansar un rato. Allí se quedaron Laura y Carlos y yo me interné en la cañada de Siete Lagunas para ver el resto de los lagos; este paraje está delimitado por el Mulhacén al oeste, la Alcazaba (3370m) al este, la crestería que une ambas cumbres al norte y abierto al sur por la zona de las cascadas, de modo que puedes ver el mar al fondo, muy, muy lejos. Con una botella vacía de agua tiré para arriba y fui contando y fotografiando lagunas, sin nadie a mi alrededor. El silencio era absoluto, soplaba el viento y parecía que me empujaba hacia el final de la vaguada. Revisé las cuentas; 3 lagunas a la izquierda, dos a la derecha, una más o menos en el centro y la última debía encontrarla en lo más alto de la cañada, a 3100 metros, la llamada Altera (supongo que viene de alto). Llegué, claro que llegué, pero estaba seca, el verano estaba muy avanzado y la nieve que la surte de agua había desaparecido; mientras alucinaba con el paraje lunar, pedregoso, silencioso, vi de donde salía la fuente original que nutría de forma escalonada a todas las lagunas. A mi lado el agua brotaba del suelo, con burbujas de aire en el pequeño arroyo que formaba; era el agua original de Sierra Nevada, pura, cristalina, sin posibilidad de contaminación alguna, fría y fresca, a 3100 m. El esfuerzo había merecido la pena; bebí (ya sé cómo es el agua pura, indescriptible), llené la botella, oteé a mi alrededor y me di la vuelta. Hasta que me uní a mis dos acompañantes habían transcurrido 45 minutos de paseo por un lugar extraño, como recién hecho y destruido a la vez, donde se veía claramente la morrena de un pretérito glaciar y donde uno es pequeño, muy pequeño, incapaz de imaginar las fuerzas que han levantado un lugar como éste. Me quedo con el silencio, el cielo intensamente azul y las rocas que observan cómo pasa el tiempo a su alrededor; y con el agua, claro, aunque no es plan de llevar garrafas de 5 litros.
Tocaba volver, eran ya las 15:40 horas y en la montaña deben cumplirse los plazos que te marcas, así no te llevas sorpresas con el tiempo o la caída de la noche.Laura y Carlos disfrutaron también del agua de Sierra Nevada y empezamos a descender por la loma del Burro (por allí los bichos dan nombre a muchos parajes) para evitar la brusca bajada por las cascadas. Dimos un rodeo pero fue más seguro y continuamos bajando, bajando, nos parecía inaudito que por la mañana hubiéramos subido todo aquello. Otra parada en la Campiñuela, Laura y Carlos estiraban continuamente los músculos (yo soy más bruto para eso) y afrontamos las bajadas del bosquecillo y de Piedra Redonda, lo que habían sido las subidas más empinadas de la mañana, cascadas aparte. Eterno es el adjetivo; qué incómodo es bajar, las piernas se te van, las rodillas sufren, el cansancio pesa, Carlos decía “prefiero subir”. La imagen de un lugareño montado a caballo (cientos de moscas rodeaban al bicho), con su manta alpujarreña y su ropa que no conocía una lavadora automática, nos trasladó al siglo XII, XVI ó XIX, da igual, como decía Carlos, “olía más él que el caballo”. En fin, con algunas paradas y demás logramos llegar a las 19:30h a Trevélez. Misión cumplida. Ducha, descanso y cena, decisión unánime de tomarnos el día siguiente “libre” en cuanto a caminatas, los dolores que teníamos nos ayudaron a adoptar esa sensata decisión. Con los más o menos 20-22 kms. del día anterior en un camino rompepiernas habíamos tenido bastante.
El 25 de agosto tocó visitar algunos de los siempre bonitos pueblos alpujarreños (Pampaneira, Bubión, Capileira). Finalmente optamos por una ruta a caballo de un par de horas por encima de Capileira, deseo personal de Laura (tampoco yo había montado nunca a caballo).Hicimos una preciosa ruta por caminos de herradura o campo a través, internándonos en bosquecillos perdidos e ignotos, con la bella imagen de África recortándose en la lejanía en un día excepcionalmente claro. La “guiri” dueña de los caballos se manejaba bien, evidentemente, pero nosotros dábamos bandazos de un lado a otro, el pie se me salía del estribo, cuando empezaba a trotar la camisa no me llegaba al cuerpo, el casco que llevaba me libró un par de veces de abrirme el colodrillo con las ramas bajas, en fin, que en otra vida seré jinete pero en esta actual me quedo con los del tiovivo. Toda una experiencia la de los caballos y que también origina agujetas y te deja molido, que lo sepáis. Lástima la falta de testimonio gráfico por olvido nuestro.
Para el 26 de agosto, último día, dejamos la ascensión a un coloso nevadense, el Veleta (3398 m), segunda cumbre de Sierra Nevada, por su cara norte, en el lado donde se encuentra la estación de esquí.Cuando llegamos a la Hoya de la Mora (2400 m), punto de partida a las 9:00 horas, nos recibieron 10 graditos de temperatura y un viento gélido, continuo y cortante. La respiración además se entrecortaba por la altitud y te sientes raro, jadeando como un sátiro. Creo que a los tres se nos pasó por la cabeza desistir de la subida pero como buenos montañeros, ya curtidos en esa semana, descartamos echarnos para atrás y tiramos para arriba (“no hay dolor, no hay dolor”...). Tras las típicas fotografías con la Virgen de las Nieves, reanudamos la ascensión, a veces por la carretera y otras cortando por la falda de la montaña, buscando deshacernos del molesto viento que azotaba nuestro camino. Unas cabras monteses nos acompañaron un rato; a nuestra derecha la estación de esquí se mostraba en toda su extensión, con algún remonte funcionando. Nuestra solitaria subida se transformó casi en romería cuando llegamos a las cercanías de las llamadas “posiciones del Veleta”, antiguas trincheras de la guerra civil. La explicación radica en que un microbús te sube desde donde dejamos el coche hasta ese punto y muchos excursionistas lo cogen, se libran así de un par de horas de subida; eso sí, vimos individuos e individuas con sandalias (¡sin calcetines!), gente en camiseta o minifalda, otros bajando helados de frío, italianos con su bandera dispuestos a hacer cumbre, gente mareada por la altura, bandadas de asistentes a la JMJ de Madrid de excursión, algunos esforzados ciclistas, en fin, de lo más variopinto. Continuamos hacia arriba e hicimos cumbre, contemplando la vertiente sur (barranco del Poqueira, Capileira y otros pueblos en la lejanía), las siluetas recortadas del Mulhacén y la Alcazaba, la crestería de los Tajos de la Virgen, la costa, etc. Andalucía se dejaba ver en su amplitud, ya que desde el Veleta se pueden otear las provincias de Almería, Granada, Málaga, Córdoba , Jaén y creo que Sevilla. África al fondo resaltaba aun más la altura a la que nos encontrábamos. Un pequeño tentempié, algunas fotos (para nosotros o peticiones del público que nos rodeaba) y de vuelta a nuestro “campamento base”, previa visita a un gran nevero en las proximidades del Corral del Veleta y a las posiciones del Veleta. La bajada fue tranquila, el coche y la vuelta a Sevilla eran nuestras metas de la tarde, llegando auténticamente derrotados pero contentos de haber superado esos pequeños retos personales que te planteas de vez en cuando. Los de “Al filo de lo imposible” son unas nenazas a nuestro lado...hasta el próximo desafío.
Así, amaneció la mañana del 24 de agosto, nuestro particular día D. A las 8:00 horas ya estábamos desayunando tostadas con jamón y sobre las 8:45 horas iniciamos la marcha camino de Siete Lagunas, mítico paraje entre las cumbres del Mulhacén y la Alcazaba, situadas entre los 2900 m y los 3100 m de altitud. Nada más salir del pueblo, ¡zas!, aquello empezaba a empinarse y a trazar algunas curvas a derecha e izquierda que te dejaban sin aliento pero no lo suficiente para senderistas bien pertrechados como nosotros (reconozco que es la vez que he usado material más apropiado para estos menesteres). Pronto empezó a alisarse el camino y a trazar una suave subida. Caminábamos y caminábamos, el sol aun no calentaba demasiado pero el día se adivinaba soleado y totalmente despejado (bueno, para eso habíamos consultado el pronóstico del tiempo...). Tras pasar un cortijo que se llama de Piedra Redonda, el camino giró a la izquierda y vaya con la subida, un zigzag continuo por una loma (Tajo de Piedra Redonda creo que se llama) que te obligaba a respirar profundamente, apretar los dientes y no mirar para arriba para no desanimarte. Recuerdo que venía un caballo con su jinete y sólo lo veíamos a él, el caballo nos quedaba oculto por el ángulo de visión (luego lo dejamos pasar, no era plan de discutir sobre la preferencia de paso). Tras un buen rato, largo rato, aquello empezó a atemperarse y a discurrir el camino junto a una acequia, con lo cual la pendiente disminuyó. ¡Quía! como diría Azarías a su milana bonita, de pronto el sendero se empinaba de nuevo y trazaba vueltas y revueltas atravesando un bosquecillo de repoblación, parecía que nunca se acabaría (creo que esa zona se llama Cresta de los Posteros). Miraba a Laura y Carlos, ¿resistirán? me preguntaba. Ambos habían estado entrenándose en agosto y en mi caso me había ejercitado corriendo y nadando cuando podía durante el verano pero cuando vas cargado con una mochila, el sol inclemente te calienta las pantorrillas y la nuca y ves lo que queda, ufff, tienes que ser mentalmente fuerte para no desistir. Y aguantaron el tirón, ya lo creo, mi hermano Javi decía que si me iba a cargar a la chavalería, pero los chavales, ella y él, afrontaron estoicamente la “subidita”. El bosquecillo se acabó y llegamos a un sitio que se llama la Campiñuela, muy bonito, con prados, una era para sentarse y una cabaña derruida ideal para “esconderse” y, en fin, afrontar otras necesidades. Un cartelito indicaba que Trevélez quedaba a 6 km de distancia y otro que eran 2 horas andando (de bajada). A lo lejos se vislumbraba nuestro destino, las llamadas Chorreras Negras, unas cascadas por donde desagua la más baja de las lagunas (laguna Hondera, 2900 m de altitud). Quedaba un tirón hasta allí; el paisaje era impresionante, las montañas nos rodeaban, a lo lejos destacaban los neveros que resistían al sol del verano y los picos lejanos del Mulhacén y la Alcazaba. Tras reponer fuerzas, reanudamos la marcha bordeando continuamente la llamada Loma del Mulhacén y cruzando arroyos de montaña con el agua límpida y helada. Alcanzamos por fin el río Culo de Perro (literal, así se llama), lo cruzamos y seguimos subiendo de forma continua hasta llegar a la base de las cascadas. Antes de llegar había un camino para dar un rodeo y no tener que subir a pelo pero desechamos dar más vueltas y nos cargamos de valor, así que siguiendo otras huellas y montoncitos de piedra que dejan otros montañeros afrontamos subir directamente por la zona de caída del agua de las cascadas. Agarrándonos cuando hacía falta a las rocas, mirando el suelo y poco a poco (Laura metió el pie en un charco y el barro le superó el tobillo, menos mal que la bota siguió pegada a su pie), fuimos subiendo y cuando vine a darme cuenta ya estaba observando, maravillado, la primera de las lagunas y el circo glaciar, la cañada, que se abría ante nosotros. Cambié la gorra por un gorro de lana y me enfundé un forro polar, soplaba el viento, frío y cortante. El agua cristalina de la laguna Hondera reflejaba las montañas; nos acercamos a la segunda laguna (más arriba) e hicimos una parada para el almuerzo y descansar un rato. Allí se quedaron Laura y Carlos y yo me interné en la cañada de Siete Lagunas para ver el resto de los lagos; este paraje está delimitado por el Mulhacén al oeste, la Alcazaba (3370m) al este, la crestería que une ambas cumbres al norte y abierto al sur por la zona de las cascadas, de modo que puedes ver el mar al fondo, muy, muy lejos. Con una botella vacía de agua tiré para arriba y fui contando y fotografiando lagunas, sin nadie a mi alrededor. El silencio era absoluto, soplaba el viento y parecía que me empujaba hacia el final de la vaguada. Revisé las cuentas; 3 lagunas a la izquierda, dos a la derecha, una más o menos en el centro y la última debía encontrarla en lo más alto de la cañada, a 3100 metros, la llamada Altera (supongo que viene de alto). Llegué, claro que llegué, pero estaba seca, el verano estaba muy avanzado y la nieve que la surte de agua había desaparecido; mientras alucinaba con el paraje lunar, pedregoso, silencioso, vi de donde salía la fuente original que nutría de forma escalonada a todas las lagunas. A mi lado el agua brotaba del suelo, con burbujas de aire en el pequeño arroyo que formaba; era el agua original de Sierra Nevada, pura, cristalina, sin posibilidad de contaminación alguna, fría y fresca, a 3100 m. El esfuerzo había merecido la pena; bebí (ya sé cómo es el agua pura, indescriptible), llené la botella, oteé a mi alrededor y me di la vuelta. Hasta que me uní a mis dos acompañantes habían transcurrido 45 minutos de paseo por un lugar extraño, como recién hecho y destruido a la vez, donde se veía claramente la morrena de un pretérito glaciar y donde uno es pequeño, muy pequeño, incapaz de imaginar las fuerzas que han levantado un lugar como éste. Me quedo con el silencio, el cielo intensamente azul y las rocas que observan cómo pasa el tiempo a su alrededor; y con el agua, claro, aunque no es plan de llevar garrafas de 5 litros.
Tocaba volver, eran ya las 15:40 horas y en la montaña deben cumplirse los plazos que te marcas, así no te llevas sorpresas con el tiempo o la caída de la noche.Laura y Carlos disfrutaron también del agua de Sierra Nevada y empezamos a descender por la loma del Burro (por allí los bichos dan nombre a muchos parajes) para evitar la brusca bajada por las cascadas. Dimos un rodeo pero fue más seguro y continuamos bajando, bajando, nos parecía inaudito que por la mañana hubiéramos subido todo aquello. Otra parada en la Campiñuela, Laura y Carlos estiraban continuamente los músculos (yo soy más bruto para eso) y afrontamos las bajadas del bosquecillo y de Piedra Redonda, lo que habían sido las subidas más empinadas de la mañana, cascadas aparte. Eterno es el adjetivo; qué incómodo es bajar, las piernas se te van, las rodillas sufren, el cansancio pesa, Carlos decía “prefiero subir”. La imagen de un lugareño montado a caballo (cientos de moscas rodeaban al bicho), con su manta alpujarreña y su ropa que no conocía una lavadora automática, nos trasladó al siglo XII, XVI ó XIX, da igual, como decía Carlos, “olía más él que el caballo”. En fin, con algunas paradas y demás logramos llegar a las 19:30h a Trevélez. Misión cumplida. Ducha, descanso y cena, decisión unánime de tomarnos el día siguiente “libre” en cuanto a caminatas, los dolores que teníamos nos ayudaron a adoptar esa sensata decisión. Con los más o menos 20-22 kms. del día anterior en un camino rompepiernas habíamos tenido bastante.
El 25 de agosto tocó visitar algunos de los siempre bonitos pueblos alpujarreños (Pampaneira, Bubión, Capileira). Finalmente optamos por una ruta a caballo de un par de horas por encima de Capileira, deseo personal de Laura (tampoco yo había montado nunca a caballo).Hicimos una preciosa ruta por caminos de herradura o campo a través, internándonos en bosquecillos perdidos e ignotos, con la bella imagen de África recortándose en la lejanía en un día excepcionalmente claro. La “guiri” dueña de los caballos se manejaba bien, evidentemente, pero nosotros dábamos bandazos de un lado a otro, el pie se me salía del estribo, cuando empezaba a trotar la camisa no me llegaba al cuerpo, el casco que llevaba me libró un par de veces de abrirme el colodrillo con las ramas bajas, en fin, que en otra vida seré jinete pero en esta actual me quedo con los del tiovivo. Toda una experiencia la de los caballos y que también origina agujetas y te deja molido, que lo sepáis. Lástima la falta de testimonio gráfico por olvido nuestro.
Para el 26 de agosto, último día, dejamos la ascensión a un coloso nevadense, el Veleta (3398 m), segunda cumbre de Sierra Nevada, por su cara norte, en el lado donde se encuentra la estación de esquí.Cuando llegamos a la Hoya de la Mora (2400 m), punto de partida a las 9:00 horas, nos recibieron 10 graditos de temperatura y un viento gélido, continuo y cortante. La respiración además se entrecortaba por la altitud y te sientes raro, jadeando como un sátiro. Creo que a los tres se nos pasó por la cabeza desistir de la subida pero como buenos montañeros, ya curtidos en esa semana, descartamos echarnos para atrás y tiramos para arriba (“no hay dolor, no hay dolor”...). Tras las típicas fotografías con la Virgen de las Nieves, reanudamos la ascensión, a veces por la carretera y otras cortando por la falda de la montaña, buscando deshacernos del molesto viento que azotaba nuestro camino. Unas cabras monteses nos acompañaron un rato; a nuestra derecha la estación de esquí se mostraba en toda su extensión, con algún remonte funcionando. Nuestra solitaria subida se transformó casi en romería cuando llegamos a las cercanías de las llamadas “posiciones del Veleta”, antiguas trincheras de la guerra civil. La explicación radica en que un microbús te sube desde donde dejamos el coche hasta ese punto y muchos excursionistas lo cogen, se libran así de un par de horas de subida; eso sí, vimos individuos e individuas con sandalias (¡sin calcetines!), gente en camiseta o minifalda, otros bajando helados de frío, italianos con su bandera dispuestos a hacer cumbre, gente mareada por la altura, bandadas de asistentes a la JMJ de Madrid de excursión, algunos esforzados ciclistas, en fin, de lo más variopinto. Continuamos hacia arriba e hicimos cumbre, contemplando la vertiente sur (barranco del Poqueira, Capileira y otros pueblos en la lejanía), las siluetas recortadas del Mulhacén y la Alcazaba, la crestería de los Tajos de la Virgen, la costa, etc. Andalucía se dejaba ver en su amplitud, ya que desde el Veleta se pueden otear las provincias de Almería, Granada, Málaga, Córdoba , Jaén y creo que Sevilla. África al fondo resaltaba aun más la altura a la que nos encontrábamos. Un pequeño tentempié, algunas fotos (para nosotros o peticiones del público que nos rodeaba) y de vuelta a nuestro “campamento base”, previa visita a un gran nevero en las proximidades del Corral del Veleta y a las posiciones del Veleta. La bajada fue tranquila, el coche y la vuelta a Sevilla eran nuestras metas de la tarde, llegando auténticamente derrotados pero contentos de haber superado esos pequeños retos personales que te planteas de vez en cuando. Los de “Al filo de lo imposible” son unas nenazas a nuestro lado...hasta el próximo desafío.
Jose Manuel.
En https://picasaweb.google.com/josem.munoz.baca/EXCURSION7LAGUNASVELETA# podéis ver las fotos (si no queréis teclear, lo más sencillo es pinchar a la derecha en el blog, en FICHAS/FOTOS JUGADORES, luego en la pestaña “Galería del GRUPO FÚTBOL” y os aparecerá el álbum EXCURSIÓN 7 LAGUNAS-VELETA).
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4 comentarios:
Enhorabuena y evidia sana, lástima que os faltó el Mulhacén. Ambos picos merecen al menos una visita al año, os recomiendo Veleta con primeras nieves y por supuesto no hay que perderse la experiencia de dormir arriba en Siete Lagunas tocando el cielo y dentro de un mar de estrellas, sin palabras os lo aseguro.
Ah y los montoncitos de piedra se llaman hitos!!!!
Gracias por el comentario y las recomendaciones. Lo del Mulhacén lo pensamos pero la subida a 7 Lagunas (ida y vuelta) nos dejó tan cansados que optamos por descansar el día que "tocaba" y elegimos montar a caballo. En cuanto a dormir arriba, lo pensamos antes del viaje pero preveíamos que eso sería ir demasiado cargados y no sabíamos qué fuerzas tendríamos. Otra vez seguro que será...hito, hito, hito, así me lo aprendo.
Esa misma ruta de las Siete Lagunas la hicimos Marin y servidor hace unos añitos, a mediados de septiembre, y con menos agua todavía en las lagunas.
Estábamos mucho peor preparados que ustedes: botines, dos sombreros de paja y dos palos que encontramos en la casa rural que alquilamos en Trevelez,en mangas cortas (nos quemamos un poquito, la inexperiencia)y un bocata de jamón y una tableta de chocolate para el camino. Además de una botella de Lanjarón de 3/4 de litro por barba. La pinta que llevabamos era para verla, con la botella colgando por un lado del pantalón y por el otro la bolsa del bocata.
La experiencia merece mucho la pena, la verdad. Y que bonito "se escucha" el silencio en las alturas.
Emilio Lora
Muy buena cronica,como de costumbre, aunque sigo quedandome con la Cruzcampo.(el chiquitin)
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